Apenas me enteré de la muerte de Mario Vargas Llosa, surgió en mí el imperioso deseo de releer Conversación en la Catedral. Era mi manera de rendir homenaje al inmenso escritor fallecido, por supuesto. También de mitigar la pena por esa pérdida de alguien que, como decía irónicamente Borges de Lugones, “en sus ideas siempre estaba equivocado, pero en sus adjetivos siempre tenía razón”. Es una boutade, demás está decirlo. Una persona tan compleja como MVLL no puede reducirse a las ideas del último período de su vida, las que no compartía, por decir lo menos. No es de la complicada relación entre la obra y el autor de lo que me interesa hablar ahora. Es de los efectos que me produjo la mencionada relectura, alrededor de medio siglo después de haberlo hecho por primera vez.
A medida que me adentraba en esa complejísima estructura narrativa, no cesaba de asombrarme la precisión con la que iban encajando las piezas. De esta manera se iba construyendo ese templo literario en el que se entremezclan el desencanto, la frustración, la codicia, la corrupción, la violencia, el deseo, la homosexualidad, las prohibiciones, los ocultamientos, la vergüenza, el poder, la sumisión, el amor, la venganza, el odio: un elaborado muestrario de las pasiones humanas. Todo ello en ese escenario configurado por una sucesión de grises, bajo o sobre —quién sabe— la ineludible pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”
En el prólogo de 1998, el autor escribe: “Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del ochenio, fue la materia prima de esta novela que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.” La novela se publicó en 1969 y el ochenio al que se refiere MVLL es el de Odría. Cincuenta y seis años más tarde, forzoso es constatar que seguimos atrapados en el mismo lugar sombrío y desalentador.
Antes de comparar situaciones en el tiempo, quisiera decir algo acerca de la sutileza con la que el escritor entrelaza la decadencia dictatorial con los vínculos más íntimos de sus personajes. Como en los sueños, el chofer, el Ministro de Gobierno, la vedette, el burgués y todos los demás, son tanto creaciones como emanaciones de la realidad psíquica del autor.
Mientras la sociedad peruana agoniza en esa miasma insufrible antes mencionada, la gente hace su vida como mejor puede. Pero nada evita que la rigidez de una comunidad estratificada e hipócrita supure materia infectada por sus endebles costuras. Poco a poco, el escritor nos va mostrando, utilizando con impresionante habilidad ese recurso de superponer diálogos, personajes y momentos, lo efímero de la felicidad y lo perenne de la desazón y la tristeza. A diferencia de lo que hizo en su vida el creador, quien se exiló voluntariamente para poder escribir, Zavalita sucumbe a esas fuerzas centrípetas que lo retienen en este marasmo sin horizonte. El alter ego del autor encarna sus temores más profundos: la mediocridad, el conformismo, la resignación. Precisamente lo contrario de lo que logró en vida el autor. Acaso esos miedos no lo abandonaron nunca. Pero su trabajo denodado lo mantuvo no solo a flote: atravesó distancias inconmensurables para poder construir esta catedral que no es romana, barroca ni gótica: es inconfundiblemente peruana. Y a la vez universal, como lo atestiguan sus lectores en una multitud de lenguas.
Paradójicamente, la lectura del libro no genera desesperanza. Como toda obra maestra, hay algo en esa visión sobrecogedora y luminosa de la realidad que nos hace sentir una bocanada de aire fresco, un ansia de libertad, una gana ubérrima, política —diría Vallejo— de seguir resistiendo. En algún momento interminable, la dictadura de Odría debe haber parecido invencible, como lo parece la horrenda situación que padecemos ahora. También lo pareció la dictadura de Fujimori y Montesinos. Más aún, puesto que esta última fue muy popular —aún hoy hay muchos nostálgicos de esa época siniestra— y el oprobio que nos atenaza ahora no lo es.
Es indiscutible que el Perú sigue jodido hasta la raíz. Lo vemos cada día y muchos emprenden esa senda de la que no hay retorno. El ejemplo de Vargas Llosa, que se fue pero para poder hacer esta fabulosa interpretación de la realidad peruana, de la que nunca renegó pese a su explícita ambivalencia, es una clara demostración de lo que Octavio Paz resumió en una metáfora perfecta: alas y raíces.
Lo cual no significa necesariamente que es necesario navegar por el surco del autor. Extraordinarios escritores como Lezama Lima, en Cuba, permanecieron en su isla. Fue su mente la que voló lejos. Cada cual, al ingresar a la Catedral, verá cómo tramita su paso por esta experiencia. Lo que puedo asegurar, por lo menos de acuerdo a lo que a mí me ha ocurrido al releer esta obra prodigiosa, es que no sales incólume de esa inmersión. El hecho de que la Catedral sea a la vez el nombre de un bar de mala muerte y una de las creaciones más sublimes del arte occidental no es, evidentemente, una casualidad.
El encuentro entre ese antro y ese lugar de culto y esplendor produce un resultado que resuena en el alma de cada uno de sus agradecidos lectores. Lo cual produce nuevas reverberaciones, una y otra vez. A estas alturas ya se puede decir, sin temor a la hipérbole, que es una obra clásica de lectura imprescindible. El propio autor lo admite sin decirlo explícitamente: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría esta.”
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".